DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO (2Re 4, 42-44; Sal 144, 10-11.15-16.17-18; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15)
Todos lo sabemos de manera
inconsciente, aunque no siempre lo pensamos si no es para hacer negocios. ¿Qué
es lo que sabemos? Pues que la realidad puede dar de sí, que su verdad no es lo que vemos a primera vista, que tiene escondido en su
interior un mundo inmenso de posibilidades.
Para la mirada de la fe esto
significa que la realidad puesta en nuestras manos está para que la dominemos,
como dice el relato de Génesis 1. Pero dominarla no significa en ese texto
simplemente someterla, sino forzarla a dar de sí para que se convierta en lo
que quiere ver Dios mismo: algo bueno, bello; para que pueda ser disfrutada por
todos y cada uno de los hombres y mujeres para los que Dios la ha creado.
Y esto es algo de lo que significa el
relato de la multiplicación de los panes, en el que al fijarnos en la
sobreabundancia hemos de tener cuidado para no confundirnos, pues se trata de
la sobreabundancia que tiene escondida nuestra propia vida (la del muchacho que
pone los cinco panes y dos peces) que, cuando es habitada y movida por el mismo
espíritu de Jesús, transforma el mundo en un lugar donde el designio de Dios se
hace vida para todos.
Esto es lo que simbolizamos en el ofertorio de cada eucaristía, aunque demasiadas veces el pan y el vino que ponemos en el altar no es nuestra propia vida entregada a Jesús para que la transforme con su Espíritu. Sin embargo, solo así la eucaristía se hace vida plena para todos. Jesús extiende la mano esperando nuestra vida. La suya ya está extendida con generosidad suma. Y las posibilidades del mundo que Dios nos ha dado están aguardando a hacerse presentes y hacerse vida para todos.
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