DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO (1Re 19, 4-8; Sal 33, 2-9; Ef 4, 30-5,2; Jn 6, 41-51)
No es fácil acostumbrarse a la comida de otra cultura, y esto no es
más que un signo de lo difícil que es adaptarnos a otras formas de vida. Tiene
de bueno que los logros de nuestra cultura, la que sea, nos viene como ‘de
fábrica’, y que apenas tenemos que hacer nada para recibirlos; tiene de malo
que llevamos sus deficiencias como algo congénito.
Pues bien, nuestra cultura, hija en muchos sentidos del cristianismo,
está habitada por dos tendencias buenas que al absolutizarse se deforman y nos
hacen sufrir mucho: el amor propio y la dependencia de la mirada ajena (el amor
de los otros). Una y otra son necesarias: nadie puede vivir feliz si no se ama
a sí mismo y si la mirada de los demás no le recuerda su valor.
Pero, si nos alimentamos solo de nuestro amor por nosotros mismos nos
encerraremos en una burbuja de soledad, quejas y resentimiento; y si solo nos alimentamos
de la mirada de los demás, intentaremos vendernos de continuo por un plato de
lentejas, instalándose una inseguridad permanente en nuestro corazón.
En este contexto, Jesús se ofrece como pan de vida. En él podemos ver
la mirada primigenia que afirma que nuestra identidad última es buena. En ella
podemos alimentar nuestro verdadero amor por nosotros mismos que no es eso de
que ‘Dios me quiere como soy’, sino ‘Dios me ama en lo que realmente soy’, y
buscarlo con humildad y confianza, sin desesperación; y podremos vivir dejando
de mendigar amor de malas maneras, más aún, podremos convertirnos en pan de
vida para los demás sin miedo a no ser nada.
De todas maneras, acostumbrarse a este nuevo y escondido alimento
supone aprender a aceptar sabores que a veces no son agradables. Y, sin
embargo, cuando se ha probado la vida que contienen uno ya no quiere cambiarlo
por los platos de otras cartas.
Fotografía encontrada en Internet.
Comentarios
Publicar un comentario