DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ex 16, 2-4.12-15; Sal 77, 3.4bc.23-24.25.54; Ef 4, 17.20-24; Jn 6, 24-35)

Los creyentes pensamos que todo viene de Dios. Todos los bienes, los materiales y los inmateriales. Es verdad que a veces los poseemos sin que podamos decir que Dios ha querido que tengamos todo lo que tenemos y que algunos no tengan lo que necesitan, porque los bienes han quedado sometidos al dominio del hombre del que Dios esperaba que fuese justo, lo que parece claro que no hemos conseguido.
En cualquier caso, los bienes son todos limitados en sus beneficios e incluso a veces tenerlos no significa nada, como cuando por ejemplo uno tiene comida suficiente y cualidades de cocinero, pero ha perdido el gusto por el COVID. Y es que los bienes que recibimos son bienes creaturales necesarios (aunque limitados) para resolver nuestra vida en el tiempo y, a la vez, sacramentos de la vida eterna a la que apuntan con los gozos que producen no solo en sí mismos, sino al compartirlos.  
Y esto es lo que habitualmente no comprendemos aferrándonos a ellos desmedidamente como si pudieran crear en nosotros una vida plena. Cristo, por el contrario, no posee ningún bien, material o inmaterial, que no comparta, del que busque beneficiarse solo en sí mismo, ni siquiera su vida divina. Y cuando hacemos de él nuestro alimento de vida, aprendemos a agradecer lo que tenemos, disfrutándolo como un regalo, y a compartirlo, pues solo así los bienes adquieren el gusto de la vida eterna.


Pintura de Berna López, Jesús habla a la muchedumbre



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