DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Dt 4, 1-2. 6-8; Sal 14, 2-5; Sant 1, 17-18. 21b-22. 27; Mc 7, 1-8a.14-15.21-23)

Demasiadas veces leemos los evangelios como libros de historia y pensamos que describen simplemente los hechos que vivió y suscitó Jesús. Pero entonces nos separamos de su espíritu como si nosotros estuviéramos en otra época y fuéramos distintos de los personajes que allí aparecen, en especial de los que se describen como enemigos del Reino que anuncia Jesús. Sin embargo, hemos de escuchar el evangelio bajo la admonición de Natán al rey David: “Ese hombre eres tú” (2Sam 12, 1-7a). Porque no hay nada en los fariseos y en los escribas y en los sacerdotes judíos del evangelio que no esté en nuestra Iglesia y en nuestro corazón, por eso quedó consignado allí, para llamarnos permanentemente a la conversión.

Así pues, es necesario tener cuidado cuando afirmamos que la Iglesia es santa, pues esto se refiere a que en ella Dios nos da su santidad y su fuerza para vivirla y no que, por eso, sus estructuras y nuestra vida ya sean buenas sin más. Todo debe pasar por el juicio del evangelio, todas nuestras tradiciones y costumbres, por más apegados a ellas que estemos. 

Seguimos siendo el pueblo de escribas, fariseos y sacerdotes duros de corazón que se describe en el evangelio, el pueblo que busca a Jesús por intereses demasiado distantes de los suyos, los discípulos torpes que se fijan poco en el corazón de Jesús y demasiado en sus expectativas propias.

 El mundo siempre es un mar encrespado y es necesario saber que no nos salva agarrarnos a nuestras tradiciones y a nuestra vida, sino solo el evangelio vivido bajo la misericordia del Señor. Así creo yo que hemos de escuchar el evangelio de hoy.

 

Pintura de Chris Cook, Horno ardiente

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