DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO (Sab 2,12.17-20; Sal 53,3-8; Sant 3,16–4,3; Mc 9,30-37)
Repetimos continuamente en la fe y en la predicación y en la teología que el centro de la vida cristiana es el Misterio Pascual, el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Sin embargo, no es fácil comprender este misterio como lugar de nuestra realización.
Sufrir la muerte la sufrimos, la lloramos, la nuestra y la de los
nuestros, pero encontrar en ella, en toda muerte y en la muerte de todo, un
sentido o al menos un lugar donde poder realizar nuestra vida (¡realizar!, ¿qué
significaría esto?). No entendemos y no queremos pensarlo. Y es comprensible.
Por otra parte, vivimos y gozamos del poder de la vida, de su exuberancia que
sobrepasa muchas veces lo planificado y lo esperable, y confiamos en que haya
más, y que la haya más allá de nuestro poder, que haya vida eterna para la
vida. Y soñamos. Todos, incluso sin fe.
Y Jesús reúne este misterio de muerte y vida, de vida y muerte, en él, y lo pone confiadamente en manos del Padre y así este misterio de vida humana se convierte en un misterio de vida divina que se nos ofrece vivir a todos. Y esto es lo que Jesús va explicando a los discípulos, y lo que los discípulos parece que no oyen, porque nunca nadie está preparado para vivir del todo la muerte y para pensar en ella la vida plena.
El jesuita Teilhard de Chardin dejó escrito algo que en este camino con Jesús él creyó entender y que hoy quizá podríamos pedir a Jesús que no deje de explicárselo a nuestro corazón:
“La muerte es la encargada de practicar hasta el fondo de nosotros mismos la apertura requerida. Nos hará sufrir la disociación esperada. Nos pondrá en el estado orgánico que se requiere para que penetre en nosotros el Fuego divino. Y así su poder nefasto de descomponer y disolver se hallará puesto al servicio de la más sublime de las operaciones de la Vida (…) Señor, en todas esas horas sombrías, hazme comprender que eres tú (y sea mi fe lo bastante grande) el que dolorosamente separa las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mi sustancia y exaltarme en ti” (El medio divino).
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