DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Num 11, 25-29; Sal 18, 8-14; Sant 5, 1-6; Mc 9, 38-48)
Aunque continuamente estamos tentados en pensar que Dios nos ha elegido para salvarnos (por eso hemos hecho muros tan altos entre los que estamos dentro de la Iglesia y los de fuera), la verdad es que Dios nos ha elegido para hacernos testigos de su salvación, para celebrarla, para ofrecerla y para reconocerla allí donde se expresa.
Porque en Dios no existe eso de los suyos y los otros, como parece
pensar el discípulo que comenta a Jesús que uno que no es “de los nuestros”
echa demonios en su nombre. Y la razón es que Dios nos ha creado a “todos” para
hacernos partícipes “a todos” de su vida exuberante, y no ceja de buscarnos “a
todos” estemos donde estemos.
Lo importante para quien ha descubierto esto y se ha dejado abrazar por la gracia inmerecida de la fe que vivimos en la Iglesia es hacerse testigo y alegrarse de esos lugares donde Dios, incluso si no está vestido de Dios, actúa para la salvación de todos. Por eso, en la segunda parte del evangelio Jesús advierte a los que se consideran suyos en exclusiva que lo que debe preocuparles es ser fieles al tesoro descubierto para no escandalizar a aquellos a los que él les envía.
Hoy podríamos celebrar que el Espíritu sopla, gracias a Dios, en muchos que no están en la Iglesia, muchos (¡hay tantos que dejan entrever la presencia del amor de Dios que lucha contra la soledad, el sufrimiento y la injusticia!). Y, a la vez, suplicar que nosotros, los que hemos recibido la bendición de una fe que nos dice que estamos acogidos en el interior de un Dios que es vida y amor, sepamos alegrarnos por ello y compartir con nuestra vida y nuestra palabra esta bendición, y que no caigamos en aquella tentación siempre posible que nos vuelve lobos vestidos de corderos de Dios.
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