DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO (Dt 6, 2-6; Sal 125, 2-3a.3-4.47.51ab; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28b-34)

Hay un Dios que nace en nuestro corazón fruto de las expectativas, de los deseos, de los anhelos, de las necesidades. Este Dios tiene su contorno de verdad porque estamos hechos como imagen suya y para él. Y eso nos da una especie de sentido de Dios para reconocerlo. Sin embargo, nuestra mente y nuestro corazón miran y sienten también según intereses no siempre nacidos de su más honda humanidad. También somos inhumanos, también vivimos confiando y creyendo nuestras propias mentiras y queriendo que el mundo se adapte a ellas. 
Por eso, la relación con Dios debe estar configurada por la escucha. “Escucha Israel”, este es el primer mandamiento que luego se llena de contenido. Solo así comprenderemos la vida y comprenderemos a Dios. Escucha y obedece la vida que se expresa en mí y que llevas en ti: sé mi imagen, la que has percibido cuando te acompañaba escuchando tus dolores y tus quejas, protegiéndote de la injusticia y la muerte, guiando tus pasos y recogiéndote de tus equivocaciones y pecados para abrir de continuo el futuro.   
Escuchar a Dios es meditar su historia con nosotros hasta reconocer su santidad y su misericordia absolutas, su presencia desveladora de nuestras mentiras e injusticias, y su llamada a conformarnos con su mismo paso salvador por la historia. 
Solo cuando escuchamos esta historia con fe, cuando la meditamos con el corazón y la mente abiertos y disponibles, nuestras ideas sobre Dios van dejando paso a Dios mismo y nuestra vida va acercándose a su Reino.


Pintura de la hermana Ok-Soon Kim, Santificación.




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