DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (1Reyes 17, 10-16; Sal 145, 7-10; Heb 9, 24-28; Mc 12, 38-44)

Hay una forma de mirar creyente que divide el mundo en lo de Dios y lo otro, lo nuestro. Y que incluso interpreta la frase de Jesús: “Dad al cesar lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios” en este sentido. Sin embargo, la mirada cristiana sobre la realidad no es así. Lo sabemos porque Jesús no miraba así. Para él, todo provenía de Dios y en todo encontraba la llamada de Dios.

Esto significaba que, cuando se miraba a sí mismo, el sentimiento más hondo que percibía era el de la gratitud, porque reconocía que todo él era fruto del amor del Padre, un don de Dios para sí mismo. Y es por eso por lo que cuando cogió el pan y lo signó como su cuerpo lo primero que hizo fue dar gracias. Por otra parte, su proyecto de vida respondía a la llamada de hacerse imagen del Padre que le había dado todo, hacerse don de vida. Y por eso después de dar gracias con el pan (su vida) entre las manos, lo entregó a los discípulos significando que lo que era no era más que un don de Dios para todos.

Pues bien, en el evangelio de hoy Jesús reconoce en la viuda a alguien que ha entendido esto, porque da su vida, no lo que le sobra. No se trata de hacer cálculos económicos, porque no se está hablando solo del dinero. Jesús quiere que nos preguntemos si nuestra vida es un fruto de vida que convertimos en vida para quien se cruza con nosotros. Lo contrario (vivir para ser admirados, vivir para ensanchar la vida, vivir devorando la vida que nos rodea) le repugna, como dice la primera parte del evangelio.

Esto quedará condenado con la misma muerte, pues solo la vida de Dios permanece, y esta vida es el amor, la vida que se renueva de continuo entre la gracia y el don.


Pintura de Caitlin Connoly, Ofrenda

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