XXXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. FIESTA DE CRISTO REY (Dn 7, 13-14; Sal 92, 1-5; Apoc 1, 5-8; Jn 18, 33b-37)
La palabra mundo es una palabra compleja en el evangelio de Juan. Por un lado, es el espacio de la vida creatural. Un espacio dominado por la vida cotidiana y sus afanes. El lugar donde la vida se pone en nuestras manos de parte de Dios. El mundo así es la creación hecha historia por la vida del hombre, lugar de encuentro con las cosas, con los otros, con Dios. Por eso dice Jesús en su oración al Padre: “No te pido que los saques de este mundo…”.
Por otro lado, el mundo es un lugar confuso, engañoso, dominado por la violencia y la mentira, por la impotencia para alcanzar nuestra verdadera identidad pues ha quedado ensombrecida por el pecado. Es el lugar donde domina el mal. Y a esto se refiere Jesús cuando termina la frase anterior diciendo: “…sino que los libres del maligno”.
En el evangelio de hoy, Jesús aparece sujeto a los poderes de este segundo mundo que no quiere ni oír hablar de su evangelio porque le va bien, incluso si es a costa de perder su alma. Por eso, cuando Jesús dice a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”, no se refiere a espacios siderales o espirituales donde habitara Dios, sino que no pertenece a esta forma de vida de los hombres que presas del miedo se venden al poder, a la mentira y a la violencia.
Frente a este mundo, parece que Jesús no tiene nada que hacer, pero no es así. Él guarda su vida escondida en la paternidad de Dios con confianza, con fidelidad, usando solo sus formas. Y, de esta manera, aun en medio de la humillación o precisamente ahí, mostrará que solo el amor tiene la potencia suficiente para vencer la muerte y el pecado, y llevar este mundo a plenitud.
Por eso, vivir en el Reino que abre Jesús no es vivir “mirando al cielo”, sino permanecer firmes en la fe (1Cor 16,13) venciendo al mal a base de bien (Rom 12,21).
Pintura de Anna Hermansson, Cuando la luz viene a la oscuridad.
Comentarios
Publicar un comentario