IV DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo C. (Miqueas 5, 1-4a; Sal 79, 2ac.3b.15-16.18-19; Heb 10, 5-10; Lc 1, 39-45)
En muchas representaciones de la escena de la visitación me parece ver a dos mujeres abrazadas y bailando, contentas de la vida escondida que llevan en sí. Mujeres simples que en su pequeñez comparten la alegría de comprender que Dios se ha fijado en ellas a partir de un gesto tan sumamente normal que nadie diría que tiene algo de especial para estar tan alegres: acoger y cuidar una vida.
Por eso, en esta escena que anuncia la llegada del Hijo de Dios, creo que se nos invita a comprender que no hay que esperar grandes cosas, que su presencia se da en las cosas cotidianas donde podemos acoger lo que vemos nacer en nosotros mismos, lo mejor de nuestra existencia, que puede ser algo simple, y cuidarlo y ofrecerlo y compartirlo con los que nos cruzamos.
Quizá así
la vida de Dios se exprese en carne humana y un día veamos cómo todas las cosas
bailan al ritmo de Cristo sin esos miedos que nos acobardan porque nos hacen
creer que no somos nada especial.
Un pueblo
venido a menos y otro allá en la montaña olvidada, una joven desconocida y una
mujer mayor con el oprobio de su esterilidad. Allí están, abrazadas, riendo y
cantando, y ofreciendo la luz con la que Dios quiere alumbrar el camino por el
que llega. Seguramente la belleza y la grandeza de Dios solo cabe en esta
pequeñez humilde y compartida, disponible y confiada.
Bienaventurados
si creemos que esto puede suceder en cualquier lugar y en cualquier tiempo.
Pintura de ARCABAS, La Visitación de María a Isabel.
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