SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA / II DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo C. (Gen 3,9-15.20; Sal 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12/ Filp 1, 4-6.8-11; Lc 1.26-38)
A veces basta que un pájaro se pose en el dintel de nuestra ventana, o sentir la suavidad acogedora de las sábanas de nuestra cama, o quedar a tomar un café o una cerveza con un amigo, o que una sonrisa nos tienda su mano amiga, o que aparezca el fruto momentáneo del esfuerzo de un trabajo en el que hemos puesto nuestro empeño para que sintamos que el mundo se ha ordenado por un momento y se ofrece como un hogar acogedor. Entonces, por un instante se nos revela que el mundo es bueno, que tiene sentido, que está creado para la vida y que se puede confiar en él. Es como si el futuro que continuamente esperamos nos visitara para animarnos a caminar con esperanza.
Para los católicos, esto sucede con María, en ella la humanidad alcanza su forma verdadera y se nos ofrece como compañía de vida para alentar nuestros trabajos y nuestros días. El vacío que todos sentimos se hace para ella anuncio de una gravidez divina que dará a su vida sentido y plenitud, el camino por el valle de lágrimas que tantas veces es la vida se realiza en ella sin desesperación con la confianza de que Dios colocará cada cosa en su sitio y no dejará que se pierda ninguno de los pequeños y sufridos, y sus pasos aparecen no como suyos solos, sino compañeros pues desde la casa del discípulo amado acompaña a todos maternalmente estén donde esté.
Por eso, llamamos a María llena de gracia, como
hizo el ángel, y nos acogemos bajo su amparo como niños perdidos a los que tantas
veces les da miedo la dureza de la vida, y aprendemos de su boca a confiar en
la voluntad de Dios diciendo ‘hágase’.
María se convierte así en un signo de Adviento,
un signo por el que Dios nos marca el camino y nos acompaña hacia él, un
anuncio de la gloria con la que Dios cubrirá la faz de la tierra.
Pintura de Berna López, Anunciación.
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