DOMINGO III DEL TIEMPO DE CUARESMA. CICLO C (Ex 3, 1-15; Sal 102, 1-11; 1Cor 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9)

He comentado algunas veces que los cristianos somos demasiado milagreros. Aunque quizá no más que los hombres y mujeres de todos los tiempos que siempre han vivido a la espera de acontecimientos sobrenaturales que pudieran afirmar su poder, su bienestar o su prestigio. Al no superar esta fase, tendemos a interpretar los gestos que hace Jesús o que describen los evangelios, como simples hechos sobrenaturales de poder en vez de como signos de una vida que se degrada o que se renueva al rechazar o acoger su persona. Porque de esto se trata. Se trata de mostrar cómo el contacto con Jesús suscita en nosotros una respuesta que despierta las fuerzas de la vida verdadera y nos hace dar frutos de vida eterna, no de vida espectacular o de ‘buena vida’.

  Jesús no está para películas, Jesús quiere sacar de nosotros lo que no nos atrevemos a mirar porque preferimos una vida fácil y, además, porque desconfiamos de nosotros mismos y de nuestras posibilidades, y nos da miedo fracasar. Pero, como dice la parábola, Jesús viene a recoger frutos cuando llevamos tres años, el tiempo de nuestra vida en este sepulcro de pereza y desconfianza, sin dar fruto. Por otra parte, él mismo se ofrece para entrecavarnos y alimentar nuestro crecimiento con su vida.  

Pero, ¿por qué hablo hoy de milagros? Pues porque acercándose a Jerusalén, la parábola de este evangelio de Lucas se convierte, cuando la relata Mateo, en una especie de pequeño milagro con el que Jesús muestra nuestra posible desgracia. Esa que no queremos ver fijándonos en lo espectacular del milagro. Recojo la escena con mis palabras: “Jesús sintió hambre. Vio una higuera junto al camino y se acercó a ella, pero no encontró más que hojas. Entonces le dijo a la higuera: Ya que no quieres dar fruto, morirás infecunda. Y, aunque tenía buena apariencia con sus bellas hojas envolviéndolo, ya nunca fue más que un árbol muerto”.

 

Pintura encontrada en la red.

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