DOMINGO V DEL TIEMPO DE CUARESMA. CICLO C (Is 43,16–21; Sal 125,1-6; Filp 3,8-14; Jn 8,1-11)
Habitualmente en nuestras conversaciones con los demás nos presentamos con nuestros pensamientos y sentimientos ya definidos y decididos. Por eso tendemos a hablar protegiéndonos y pidiendo (escondidamente) que acepten nuestra posición o que la justifiquen como la evidente. En las discusiones entre los niños es muy habitual que, en cierto momento, pregunten a algún adulto con la expresión: “A que…”, para luego decir su posición. Lo que esperan es que se le diga: “¡Claro!”, para luego mirar con un cierto aire de seguridad al contrincante.
En estos tiempos, esto podemos verlo de manera muy clara en las tertulias de televisión y en los discursos de los políticos. Porque lo hacemos también de mayores y, desgraciadamente, incluso con Dios. En el evangelio de hoy los escribas y fariseos, que ya tenían una postura tomada, le preguntan a Jesús: “Tú, ¿qué dices?”. Solo pretenden absorberle en sus planteamientos o acusarle de estar en contra de los intereses de Israel, como dice el texto: “Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo”. Sin llegar a este extremo la pregunta del joven rico, va en esta misma dirección, querer ser justificado en lo que ya hace, absorber a Jesús en su propia lógica (Lucas 18,18-23).
En la vida cristiana, sin embargo, el planteamiento debe ser otro. Es la vida de Jesús como presencia de Dios entre nosotros la que nos pregunta después de mostrarse: “Ahora, tú, ¿qué dices?”. Se trata de juzgar nuestras acciones desde las suyas, con el corazón y la voluntad abierta a seguir sus caminos y vivir su vida. Creo que muchas cosas cambiarían si diéramos la vuelta a este planteamiento, que vive de la confrontación, y nos pusiéramos silenciosamente a la espalda de Jesús, como los discípulos, para meditar su palabra y luego vivir su vida con la nuestra. Seguramente no terminaríamos apedreándonos tantas veces como lo hacemos, fuera y dentro de la Iglesia.
Pintura de Jackson Polloc, Número 17.
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