SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA (Ap 11,19a; 12, 1.3-6a.10ab; Sal 44, 10-12.16; 1Cor 15,20-27a; Lc 1,39-56)

No es extraño que a veces se confundan las palabras y hablemos de la ascensión de María en vez de la asunción, y la verdad es que tampoco es un problema excesivo, porque lo que acontece en ella es justo lo que aconteció a la humanidad de Jesús en su resurrección o ascensión (dos formas de subrayar lo mismo en sus diversas dimensiones), como dice la segunda lectura de hoy: “Primero Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo”.
Pero, si bien es verdad que el hecho de la asunción habla de la situación final de María, es necesario fijarse en el proceso de la asunción, que me gusta identificar no solo con el ser recogida y hecha partícipe de la gloria de Dios en un momento dado  (“el tránsito”), sino con el proceso por el que ella se deja llevar colaborando con el Espíritu, haciendo de su humanidad un espacio para que se desarrolle la misma vida de Dios.
En este sentido, su “hágase” confiado en que podía dar a luz la vida de Dios en su hijo y sus cuidados cotidianos, humildes; su contemplación de los movimientos de la gracia en su hijo y su meditación acogedora de los mismos; su vivir la gracia en lo más cotidiano de forma que lo empape todo; su discreción en las victorias de la gracia en Galilea y luego en la resurrección; y su fidelidad que atraviesa el desierto del desprecio de su hijo acompañándolo camino de Jerusalén y hasta el final, lo mismo que a los discípulos mientras esperan el envío de su Espíritu encerrados, crean en ella las condiciones de una presencia de Dios que la sitúa en su vida.
Curiosamente, cuanto más vacía de sí, más se torna ella misma, cuando menos llena de sí misma, más llena de una identidad propia y eterna, cuanto menos llamativa en sus formas, más asombrosamente vestida de gloria.
Por eso en esta fiesta se nos ofrece la contemplación del final y se nos recuerda el camino, que no es suyo solo, sino como decía san Pablo, de “todos los que somos de Cristo”.



Esta pintura de Stacy Kamin se titula Emergente. En ella una mujer sin ninguna característica especial aparece, sin embargo, estilizada, con los pies en el suelo pero desaparecidos, pies que han conocido la pesadez oscura de la vida que los envuelve. Sus ropas están teñidas de colores vivos que recuerdan la vida, pero también la muerte (rosa, rojo, morado) que ha tocado. Y el cuerpo erguido y mirando sin afectación a un cielo cotidiano que parece ser su horizonte. Por fin, la dignidad de su estar en pie se complementa con una especie de vacío que la habita y que parece vinculado al cielo ocre que la visita interiormente.
Podría ser un signo de María que emerge de la vida cotidiana hacia la vida eterna, ella que se ha dejado visitar y habitar en lo cotidiano por la presencia de Dios.




 

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