DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Am 8,4-7; Sal 112, 1-8; 1Tim 2,1-8; Lc 11,1-13)
Nadie puede vivir su vida cristiana como una devoción particular de puertas cerradas al mundo, como religión de mi casa, de mis preocupaciones, de mis deseos, de mis necesidades. De las mías y de las de los míos. No que esto no sea importante, sino que no soy yo el que debo determinar la posición de Dios, como hacían los romanos con sus ‘dioses lares’ (Dioses familiares o del hogar). Cada uno tenía los suyos para proteger a su familia, a sus negocios, para garantizar su triunfo en los conflictos del mundo.
Claro que a Dios le preocupa nuestro bienestar y nuestros sufrimientos, pero no de forma aislada e indiferente a los demás. Dios es el Dios de todos, un Dios de puertas abiertas que no defiende nunca la seguridad de unos frente a la de otros, Un Dios que a todos nos llama a una vida común.
Sin embargo, sin ser un ‘dios lar’, su
presencia solo se reconoce y se aprende a vivir en nuestra casa y sus
alrededores, en las pequeñas cosas de la vida, en sus alegrías y preocupaciones,
en sus esperanzas y en sus frustraciones, en los trabajos y en los juegos cotidianos, porque en ellas vamos conociendo la
gracia y el pecado, nuestros anhelos íntimos de vida, libertad y alegría, los
talentos y las posibilidades que despuntan y nos llaman desde dentro queriendo
hacerse fecundas.
Es ahí, en ese pequeño espacio donde se juega
casi todo. Por eso, ser fiel en esa pequeñez, como dice el evangelio de hoy,
acogerla como espacio para ser lo mejor de nosotros mismos, abiertos a las
llamadas de Dios en cada pequeño acontecimiento, nos preparará para entrar en
el ancho mundo como una semilla fecunda del Reino de Dios.
En esta pintura de Amy Brakeman titulada Caminando en la valla, una madre parece conducir a su hija a través de limite que separa lo interior del hogar del mundo abierto: la valla. Los mismos colores a un lado y a otro, la misma realidad, pero en grande cuando se sale al mundo. Aprender a pisar con verdad y gracia dentro para poder hacerlo fuera, cuando los problemas, las tentaciones, los fantasmas que nos acompañan siempre adquieran ese tamaño apenas manejable que les da el mundo abierto. La niña se agarra del brazo de su madre confiada y risueña (aunque a veces le toque llorar), nosotros, a un lado y a otro, de la mano de Cristo, aprendiendo en lo pequeño para abrirnos a la amplitud del Reino de Dios que quiere abrazar el mundo entero.
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