DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Ex 17,8-13; Sal 120,1-8; 2Tim 3,14-4,2; Lc 18,1-8)

Me gusta pensar que no hay nada que nos pida Dios que hagamos que no lo haya hecho él primero. Y que, por tanto, en el fondo no nos llama a otra cosa que ser su imagen.
En el evangelio de hoy, Jesús habla de una viuda que suplica, a tiempo y a destiempo, ante un juez inicuo pidiendo justicia. Una viuda que insistió tanto que, al final, consiguió lo que se proponía. La viuda es un ejemplo de confianza en sí misma, en la razón de su petición que se manifiesta incluso si no ve indicios de que la vayan a responder. Pero, a la vez, la viuda, esto quizá no sea tan evidente, es un ejemplo de confianza en que incluso los injustos pueden hacer cosas justas, de que el fondo último de su corazón no puede estar emponzoñado como muestra la indiferencia y la iniquidad que es evidente.
Y es entonces cuando la viuda, que la parábola pone como ejemplo para nuestra oración, se convierte también en imagen de Dios que sabe de la justicia de su palabra y confía, incluso si todo apunta a que no merece la pena hacerlo, en una humanidad transida por el pecado. Este es el Dios en el que creemos: el que nunca nos da por perdidos; el que, sintiendo que una y otra vez le hacemos oídos sordos, no deja de dirigirnos su palabra; el que, sintiendo nuestro desprecio y nuestro cinismo frente a él, sigue fiel a su deseo de regalarnos su amistad y su vida.
La parábola termina diciendo que el juez hizo justicia a regañadientes. Pero quizá luego (quiero imaginar) que pudo probar el buen sabor de la vida justa para decidirse por ella.
Hoy imagino la oración de Dios, esa que con la que un día tras otro nos llama, y espero que al final, aunque sea a regañadientes, haga que nos decidamos por su justicia.  



 Tomo esta pintura de Axelle Bosler titulada Muchedumbre. En ella me parece reconocer nuestra vida veloz, en la que nos cruzamos casi sin vernos. Una vida en la que todo está lleno de nosotros mismos, de nuestros trabajos y de nuestros descansos, del carácter que imprimimos en nuestros pasos y de los vacíos que ocultamos. Creo escuchar las voces que lo llenan todos, como los colores, que lo llenan todo por fuera y por dentro hasta casi no dejar espacio a los susurros del silencio que ha desaparecido de la pintura. Pero es ahí, en lo que la superficie oculta a la mirada y el ruido esconde al oído, donde se nos sigue susurrando: ¿Por qué estás agitado, es que olvidaste que alguien en su eternidad se preocupa por ti?; y también: ¿Dónde está tu hermano, ese que se cruza contigo cada día?

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