DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (2Re 5,14-17; Sal 97,1-4; 2Tim 2,8-13; Lc 17,11-19)
La presencia de Dios no se impone como un huracán de gracia del que no puedes no darte cuenta. Está ahí, como el agua que corre por debajo de la tierra irrigándola y que solo de cuando en cuando se muestra en la superficie para fecundarla y saciar nuestra sed.
El evangelio de hoy nos invita a gritar con confianza: “Maestro, ten compasión de nosotros”, no ves esta tierra nuestra sedienta de vida, no ves que nuestra carne está enferma. No ves que nuestro corazón es insensible, que nuestros pensamientos están ensimismados, que nuestras manos solo buscan coger y coger y coger, no ves que nuestras relaciones caminan bajo el sol agotador de la envidia, no ves que no podemos curarnos por nosotros mismos.
En ocasiones, la superficie esta “reseca, agostada” (sal 63,1) y parece abandonada y necesita trabajos duros y pacientes para excavar y buscar el agua de la vida, trabajos que requieren confianza, pues muchas veces parecen inútiles porque al paso de los días solo se ve más tierra seca, como si por debajo de ella no hubiera nada más.
Y el Señor nos invita a caminar hacia
el templo, hacia Dios con confianza, pues es en el camino, solo en el camino de
la confianza que se deja llevar por sus palabras, donde vamos quedando curados,
como dice el evangelio. Este camino no es sin más el que nos lleva a la
Iglesia, delante de los sacerdotes, como podría pensarse en una lectura rápida
del texto, sino el camino del evangelio mismo, ese que podemos ir haciendo bajo
la guía y el aliento de las palabras de Jesús.
En él iremos viendo cómo vamos siendo curados por la
discreción del Espíritu de Dios y allí mismo podremos, sería bueno que todos
juntos, volver de nuevo la mirada a Dios y cantar dando gracias como hace el
salmo 126: “El Señor ha sido grande con nosotros y estamos alegres” (que hoy
merece la pena meditar entero al hilo del evangelio). Y en ese camino
descubriremos que somos la Iglesia que canta las maravillas de Dios danto
testimonio en medio de todos.
La pintura que hoy acompaña nuestras reflexiones es de Karenina Fabrizzi. Se titula Maximilian y representa a una persona concreta, que por la falta de rasgos podría ser cualquiera de nosotros. A su alrededor solo un gris cemento, signo de la pesadez compacta de la vida, de esa tristeza que la habita y que parece tantas veces impregnarlo todo, esa lepra (diría el evangelio) que contagia el mundo antes o después. Pero la artista inscribe la esperanza en el interior de la silueta del hombre, animando a buscar las fuentes interiores de la vida, la vegetación paradisiaca que nos habita y, de esta manera, reproduce las palabras de Jesús y su invitación a ponerse en camino hacia aquel que es el paraíso mismo y que no está lejos de nosotros y que busca abrirse camino para inundarlo todo con su belleza y su bondad.
Se trata de buscar esa Presencia que nos habita pero que nosotros con nuestra torpeza y terquedad la hemos ido alojando en las profundidad hasta hacerla inaccesible.
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