DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Eclo 35,12-14.16-19a; Sal 33, 2-3.17-18.19.23; 2Tim 4,6-8.16-18; Lc 18, 9-14)

El evangelio, y esto es muy importante comprenderlo, no es un conjunto de ideas sobre el mundo, que funcionan de manera genérica. El evangelio es un espacio de vida creado por Jesús, donde su palabra nos busca en nuestras situaciones concretas para sacarnos del “dominio de las tinieblas” (Col 1,13). Por eso, cuando leemos los evangelios y hacemos de ellos una verdad para juzgar el mundo seguimos presos de esas tinieblas que nos separan a unos de otros y que nos alejan de Dios. Y da lo mismo si juzgamos a los publicanos o a los fariseos.
El evangelio es la presencia de Jesús que juzga en primer lugar nuestra vida, y lo hace solo para liberarnos de todo lo que nos hace daño, también del dominio de las buenas obras cuando están mal colocadas y nos hacen creernos superiores a los demás. Pero, a la vez, para liberarnos de nuestros pecados que tan fácilmente justificamos en nosotros y en los demás demasiado amparados en nuestra debilidad. Por eso, el evangelio de hoy no se nos da para juzgar a los que hacen las cosas bien y revelan nuestra pobreza evangélica, sino para que juzguemos si nos relacionamos correctamente con lo que hacemos bien; y no se nos da para que digamos que los publicanos son buenos, sino para que sepamos que la mirada de Dios es siempre más amplia que el pecado que nos domina por momentos. Esto es lo que deberíamos comprender hoy.
Es muy fácil leer el evangelio de hoy y reforzar nuestra crítica a los buenos porque nosotros no lo somos y llamarlos hipócritas, o justificar nuestro pecado y el de los demás porque Dios es bueno. Pero si hacemos esto no volveremos de nuestra lectura justificados. Más aún, habremos justificado nuestra vida sin ni siquiera mirarla creyendo que somos de Dios.



Hoy elijo esta pintura de ARCABAS titulada La curación del ciego. En ella no se sabe muy bien si los grandes ojos abiertos del ciego estaban así cuando antes de ser tocados por Jesús o después de ser tocados. Y es que hay una ceguera que nos acompaña incluso viendo y que consiste en creer que podemos ver por nosotros mismos la realidad en su verdad verdadera. Esta es la fuente de toda soberbia y es a lo que se refiere Jesús cuando dice: “Acaso puede un ciego guiar a otro ciego. ¿No caerán los dos en un hoyo?” (Lc 6, 39). Los cristianos creemos que solo vemos la verdad de las cosas cuando somos tocados por la mirada de Jesús y la suya se convierte en la nuestra. Lo decimos en un himno de la liturgia: “Están mis ojos cansados/ de tanto ver luz sin ver;/ por la oscuridad del mundo,/ voy como un ciego que ve./ Tú que diste vista al ciego/ y a Nicodemo también,/ filtra en mis secas pupilas/ dos gotas frescas de fe.




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