A los creyentes la fe nos parece evidente, clara, salvífica, inmediata al menos en un primer momento, cuando aún es solo una forma de pensar y de relacionarse con un Dios ideal, compañero, bueno, inmediato también. Sin embargo, un día la carne de nuestra historia personal se espesa con sus contradicciones, con la ambigüedad de sus deseos, con la angustia de sus sufrimientos, con el peso muerto de la muerte; la carne de nuestra historia compartida tropieza con sus tensiones, sus conflictos, sus traiciones, sus injusticias, su violencia. Nuestra realidad vivida nos saca del mundo ideal de nuestros pensamientos y nuestros sueños, y la fe entra en un desierto donde se hace oscura, impaciente, quejosa, dubitativa. Allí, en ese instante de nuestra vida, la fe es crucificada, y intenta, como puede, no caer en el abismo del sinsentido y la nada. Y, allí mismo también, nuestra fe es buscada, más allá de sus quejas y sus enfados, por el rostro sufriente de Cristo que nos llama a confiar con su m...