DOMINGO XXXIV. Jesucristo Rey del Universo (2Sam 5,1-3; Sal 121,1-5; Col1,12-20; Lc 23,35-43)

A los creyentes la fe nos parece evidente, clara, salvífica, inmediata al menos en un primer momento, cuando aún es solo una forma de pensar y de relacionarse con un Dios ideal, compañero, bueno, inmediato también. Sin embargo, un día la carne de nuestra historia personal se espesa con sus contradicciones, con la ambigüedad de sus deseos, con la angustia de sus sufrimientos, con el peso muerto de la muerte; la carne de nuestra historia compartida tropieza con sus tensiones, sus conflictos, sus traiciones, sus injusticias, su violencia. Nuestra realidad vivida nos saca del mundo ideal de nuestros pensamientos y nuestros sueños, y la fe entra en un desierto donde se hace oscura, impaciente, quejosa, dubitativa.
Allí, en ese instante de nuestra vida, la fe es crucificada, y intenta, como puede, no caer en el abismo del sinsentido y la nada. Y, allí mismo también, nuestra fe es buscada, más allá de sus quejas y sus enfados, por el rostro sufriente de Cristo que nos llama a confiar con su misma fe probada. Y nos habla del día después de toda contradicción, de todo sufrimiento, de toda culpa. Un hoy eterno que existe para nosotros, pero que no se ve, y al que nadie querría renunciar, aunque la esperanza que lo llama esté casi marchita en este mundo. Un hoy que solo puede ser un regalo sobreabundante sobre la tristeza y el resentimiento que siempre acecha y que apenas nos deja mirar el mundo con confianza. Porque, ¿puede alguien estar por encima de esta contradicción que gobierna el mundo?
Reunidos en asamblea al final del año litúrgico, los cristianos nos atrevemos a decir que sí, que por encima de las fuerzas que gobiernan el mundo con mano cruel, está el que ha dejado semillas de vitalidad y de alegría, de amistad y de belleza a su paso, y que, incluso en medio de la cruz, sigue ofreciendo una vida y una fraternidad que es eterna y se nos da si confiamos. Es lo que hacemos en esta fiesta en la que nuestras voces se unen para decir: «Oh Jesús, ¡solo tú eres el Señor de la historia!, ¿Quién como tú, Rey de la vida y el amor?».



En esta pintura de Julia Stankova titulada Crucifixión, Cristo se hace presente en medio de los hombres ofreciendo la posibilidad de arrancarse de la prisión de las sombras que el mundo imprime en nuestro corazón. La autora parece decir que es solo la mirada a Cristo la que ofrece claridad a la vida, no porque la libre de sus cruces (pues lo que se le ofrece al creyente es la misma cruz de Cristo), sino porque en ella se manifiesta un amor que no desespera y que nos busca incluso en el abismo de nuestras oscuridades. Esto cantaban los primeros cristianos: “Él nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado” (Col 1,13)

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