I DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo C. (Is 2,1-5; Sal 121; Rom 13,11-14a; Mt 24,37-44)

Durante la semana que precede al primer domingo de adviento el evangelio de la misa ha descrito la plenitud caótica de un mundo en manos de sí mismo: de su finitud torpe y agresiva, de su historia injusta y violenta, de su soledad y sus angustias (Lc 21). Hoy al inicio del adviento la palabra de Dios afirma, como una buena noticia, apenas creíble: “En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor y hacia él confluirán todos los pueblos”.
¿Quién, creyente o no, no ha esperado esta ciudad donde la finitud, el mal y la soledad angustiada se difuminen? Quizá el recuerdo que hace Jesús de los tiempos de Noé en el evangelio de hoy sea una invitación a abrir los ojos a esta situación que siempre acompaña a la humanidad y de la que intentamos escapamos habitualmente a base de las distracciones que terminan por dejarnos a la intemperie, desnudos ante la inevitable verdad del mundo tal y como es.
El adviento nos anuncia que hay un espacio para cimentar una vida justa, compartida, con sentido, alegre, eterna… y ese espacio es la vida misma de Jesús, tierra acogedora y arca de salvación para todos. Como en tiempos de Noé somos invitados a salir de este paradójico sopor exuberante con el que vestimos nuestra vida de su propia nada. Quizá detrás de todos los excesos (luces, fiestas, comidas, regalos) no haya solo una huida, sino también un anhelo al que no sabemos dar forma y, de esta manera, sean una forma de gritar nuestra impotencia para vivir esa belleza y alegría en la simplicidad de la vida cotidiana. Pero, ¿y si pudiera alcanzar la paz, la reconciliación, la belleza en lo cotidiano? Esta es la esperanza a la que somos llamados en el adviento. Pero el anuncio es claro: Solo Cristo trae la Navidad, solo Cristo trae el nacimiento glorioso de un mundo en plenitud. Y solo entregándonos a él iremos vislumbrando las señales de esta tierra que es la vida de Dios para nosotros. 

 

Pintura: En esta miniatura del s. XVI que ilustra el libro La ciudad de Dios de san Agustín, se representa cómo el mundo que se separa de Dios y de sus formas (y, por tanto, no solo en lo que se refiere a la fe confesada explícitamente) termina siempre por ahogarse en sí mismo. Por otra parte. la voluntad de Dios se dibuja como una barca de salvación para una familia nueva, la que está constituida por Noé, el hombre justo, que ahora sabemos que es Cristo. Él nos busca para que le busquemos con la fe y con las obras, quizá en esto consista el adviento, en prepararnos para que un día aparezca la tierra firme de la eternidad y nos descubramos llenos de una vida transida de luz y de paz, de belleza y de verdad, de alegría y de gloria, la vida misma de Cristo en nosotros.

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