DOMINGO XXXIII. DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Mal 3,19-20a; Sal 97,5-9; 2Tes 3,7-12; Lc 21,5-19)

¿Qué queda si te lavas la cara y desaparece el maquillaje, o si dejas de utilizar desodorante?, ¿qué sucede si la ropa que más te gusta se apolilla, si el coche y el reloj que son tu orgullo no funcionan?, ¿qué pasa si pierdes la voz y no puedes hacer los chistes que tú sabes o asombrar a los que te escuchan con tus profundas reflexiones?, ¿qué pasa si te empiezan a fallar las piernas o si tus ojos pierden su visión?, ¿qué sucede si tienes que pasar el día sin tu smartphone o tu perro se muere?, ¿qué pasa si los amigos de la partida de siempre ya no están o los personajes de la tele que has hecho tus amigos te empiezan a aburrir?, ¿qué pasa si la misa ya no es lo que era porque el nuevo cura es un pesado sin sensibilidad o si pierdes aquel pequeño espacio sin ruidos que era el lugar de intimidad con Dios mismo?, ¿qué pasa si de repente nadie te entiende y te quedas más solo que la una porque los que te rodean están más a gusto dejándose llevar por la indiferente tranquilidad de este mundo adormecido e injusto?

Todo esto, antes o después pasará, tal y como dice Jesús del templo de Jerusalén, pero hablando en realidad de nosotros y de nuestra historia. No quedará piedra sobre piedra de esto que contempláis y os enorgullece.
Y cuando todo desaparezca, ¿qué quedará sino el cuerpo desnudo de lo que haya en nuestra alma? ¿Quedará solo un vacío porque vivíamos en el exterior de nosotros mismos? ¿O de repente se revelará que todo era solo una expresión quizá hermosa, pero realmente pobre, porque nuestra vida verdadera estaba en la profundidad de las razones y el sentido de las cosas, en el amor vivido con los que nos rodeaban, en la presencia de Dios que todo lo sostiene y lo renueva y lo alegra con su justicia.
Yo creo que hoy el Señor nos invita a preguntarnos donde está el centro de nuestra vida: en lo que parece todo, pero termina siendo nada o en lo que quizá parezca poco más que nada, pero es el fundamento de todo. El último libro de Jesús Montiel pregunta con un título provocativo “Qué quieres ser de muerto”. Y, en una de sus páginas, responde: “A mí me gustaría ser un muerto que dibuja una sonrisa cuando se le nombra”. ¡Qué bello sería si esta sonrisa se dibujara en Dios al nombrarnos en aquel momento en que ya no seamos nada, y esto porque todo lo que somos vivía, aunque haya sido torpemente, de su amor y allí sigue viviendo!



Sobre la imagen.  Me gustan los rostros de Cristo que pinta J. Kirk Richards. Este Cristo LVIII, por ejemplo. No se sabe muy bien si están deshaciéndose o formándose. Quizá las dos cosas a la vez. Va tomando una forma que en el mundo parece difuminarse porque los hombres enredados en nuestros deseos de apariencia y poder, de riqueza y relevancia no valoramos o incluso rechazamos con desprecio. A la vez que se difumina va adquiriendo, sin embargo, una consistencia eterna, como resucitando, porque en él va manifestando la vida misma del Dios eterno, de su amor sobreabundante. Por eso, para verle, para reconocer esa mirada que no se ve, hay que aprender a mirar y dejarse llevar por una llamada que nos dirige desde detrás del ruido y el movimiento, y que solo encuentran los que se deciden a seguir sus pasos fijos los ojos en él.

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