Fiesta de la Natividad del Señor. Ciclo A. (Is 52,7-10; Sal 97,1-6; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
Incluso las personas más luminosas, antes o después son teñidas por el color grisáceo que da la historia a la vida humana. Al principio de los tiempos, sin embargo, Dios quiso vestir de luz todas las cosas, de la luz de su propia vida, como afirma el Génesis cuando dice que lo primero que hizo Dios fue encender la luz sobre las tinieblas. Los creyentes creemos que todo fue hecho para ser envuelto por la luz y la vida de Dios mismo, una luz que parece haber quedado, como las brasas de un fuego olvidado, enterrado en sus cenizas. Y, sin embargo, ahí sigue, esperando su momento para reavivarse, porque Dios no es alguien que diga sí y después no. Su sí es eterno y fiel como su mismo amor.
Lo que celebramos en la Navidad es que el fuego de vida con el que Dios creó el mundo no solo sigue ahí como brasa escondida, sino que se ha convertido en una luz que transfigura la creación en el cuerpo de un pequeño niño en el que todos somos acogidos. En él aparece la gracia suprema, la fraternidad de Dios con nosotros. Y, de esta manera, en él se abre un espacio donde todos somos recogidos y bendecidos, donde todos somos iluminados por una promesa de vida inmortal, donde todos somos alumbrados por fin a la vida definitiva, la del amor.
Pero,
en el mensaje que traen los pies del mensajero se dice también que los suyos no le acogieron. Y la alegría, entonces, ha de estar atenta para no confundirse de
Belén y terminar en uno de esos belenes que montamos nosotros y que esconde de
nuevo entre cenizas el calor de vida que se nos regala.
Así
pues, abramos los ojos para celebrar la vida que recibimos de Dios en este niño
que nace y empapémonos de ella hasta convertirnos, también nosotros, en fuego y
luz de vida para el mundo.
IMAGEN: En el evangelio de Lucas se afirma que María “recostó al niño en un pesebre”, en un lugar para comer, como si intuyera que lo que ofrecía al mundo era el Pan de la vida. El Niño en el pesebre no es para mirar, sino para contemplar, para alimentarnos del asombro de un Dios que acoge nuestra debilidad para llenarla de su vitalidad. El Niño en el pesebre no está para que le ofrezcamos regalos, porque él es el verdadero regalo, el regalo de una eternidad de la que podemos alimentarnos (“Quien come mi carne tiene vida eterna”). Y esta es la cuestión, que cuando hemos perdido gran parte de la sensibilidad para reconocer a Dios, él sigue ofreciéndose en un niño apenas visible para el mundo, pero fuente de vida para el que no se cansa de buscar el alimento de la vida. Y esto es lo que me pregunta la pintura: ¿crees que en el pesebre está el alimento de la vida o apenas ves un poco de luz que se tragará la noche?

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