DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Is 50, 5-9a; Sal 114, 1-9; Sant 2, 14-18; Mc 8, 27-35)
Hoy, con una claridad que asusta, el evangelio nos dice que saber decir quién es Jesús no significa que reconozcamos sus caminos ni mucho menos que los sigamos o queramos seguirlos. Y no porque Jesús no se explique con claridad. Jesús “se lo explicaba con toda claridad”, dice el evangelista, y es precisamente entonces cuando descubrimos (como los discípulos) que no sabemos lo que decimos saber y que no queremos lo que decimos querer. En el fondo, el evangelio de hoy nos pone en guardia contra todas las devociones que encubren las palabras del evangelio, contra todas las acciones religiosas con las que nos sentimos conformes con Dios sin conformar nuestro corazón con el suyo, contra todas las pertenencias a grupos que no quieran vivir una humanidad común porque eso supondría salir de las zonas de bienestar relacional y acoger a aquellos que no son de los nuestros, pero sí que son los de Jesús, aunque sean difíciles de tratar y a veces hagan daño. Una de las etapas del camino cristian