Asunta. Cuento para la Festividad de la Asunción de María
Su pálida piel reflejaba la frágil vida que la habitaba. Más de una vez había tenido que permanecer en cama herida por razonamientos oscuros que habían atravesado su piel como una espada. Y es que la oscuridad era su más terrible enemiga y su más cercana y acechante compañera.
Su tiempo no era el mediodía
donde las gentes exhibían la fuerza de su palabra y sus negocios sin ninguna
discreción, y la luz solo mostraba el fluir de apariencias irreales; ni la
noche donde todos ocultaban su verdad con una desinhibición irracional que el
amanecer siempre quiere olvidar. Ella vivía en el claroscuro rutinario del día
donde las alegrías conviven con las lágrimas y sabe compartirlas, y las
tristezas consiguen esbozar alguna que otra sonrisa que ilumina los caminos. En
ese claroscuro donde la vida es real, donde las horas no se pueden envolver con
sueños imposibles, pero ofrecen siempre algún que otro minuto de luminosidad
discreta e inesperada que da esperanza.
Nacida albina a veces pensó si no
tendría que disimular su piel con un poco de betún, pero la verdad es que no se
encontraba tan mal en ese cuerpo en el que tan pocos fijaban la vista. Por eso
cuando llegaba, de no sabía dónde, esa sugerencia de oscurecer su piel bastaban
unos pocos segundos para que se desvaneciera en su corazón.
No era extraño que los niños,
contagiados del color prepotente de sus padres, le cantaran a su paso: “Pálida
y descolorida/ a Asunta no la mira el sol/ quién podrá fijarse en ella/ si no
tiene color”. Sin embargo, todos reconocían que a su lado experimentaban un
calor especial que extrañaban cuando no se dejaba ver. En esos días echaban de
menos aquella radiante palidez que dejaba expresarse la verdad de las cosas en
su luminosidad propia; aquella fragilidad de su piel que invitaba a poner
ternura en la mirada; aquella claridad que no apabullaba con sus colores y sus
formas, sino que se ofrecía discreta el encanto del encuentro.
Uno de esos días de ausencia, al
caer la noche, vieron sorprendidos cómo una pequeña luna creciente se alzó
desde su casa. Una luna que ya no se escondió más. Asunta madre luna la
llamaron, y en su compañía, incluso en la más cerrada oscuridad, no perdían la
esperanza de que al final de toda noche, llegara siempre el eterno Sol de la
mañana.
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