DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (1Rey 19, 16b.19-21; Sal 15, 1-11; Gal 5, 1.13-18; Lc 9, 51-62)
Una de las experiencias más desconcertantes para los discípulos de Jesús de todos los tiempos es descubrir que, siendo él el mesías y el Señor, en determinados momentos parece no significar nada para un mundo que no se deja modelar por él y que incluso rechaza radicalmente sus formas. Sentimos que, si es verdad que junto a él se experimentamos el sabor de la vida verdadera, a la vez entramos en una forma de vida que se topa con la indiferencia, el desprecio o el rechazo del mundo. ¿Qué significa entonces la salvación si el mundo sigue a lo suyo? Como vemos en el evangelio de hoy, a Jesús no se le da alojamiento en un pueblo y, él mismo, parece no extrañarse pues sabe que su vida no tiene una piedra para descansar en esta historia. Pese a ello, Jesús sigue trabajando y actuando el evangelio sin violencias ni condenas. Y esto es lo que apenas sabemos hacer sus discípulos que, en cuanto notamos el espesor del mal a nuestro alrededor, reaccionamos al desprecio con desprecio, a la injus