DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Mal 3,19-20a; Sal 97, 5-9; 2Tes 3,7-12; Lc 21,5-19)

Realmente nunca sabemos del todo cuál es la densidad de nuestra fe y la cualidad de nuestro testimonio. La razón es que nuestra fe nace de los dones que nos da Dios y del don de saberlo cerca que se nos ha regalado, y no sabemos la fortaleza de esta fe en tiempos de contradicción. Quizá hemos resistido un asalto, pero la vida trae muchos, inesperados y crueles. La maravilla de nuestra vida está llena de sombras y las posibilidades del mundo están llenas de injusticias.

En el libro de instrucciones de la fe está escrita la necesidad de perseverancia, una perseverancia que se nutre de la contemplación de Jesús crucificado y resucitado. La fe nos invita a celebrar y compartir con alegría los dones de la belleza y la riqueza del mundo, porque muestran lo que es y quiere Dios para nosotros. Pero esta fe no nos engaña ni nos impide vivir la tristeza que dejan en nosotros la pobreza y las miserias de nuestro mundo y nuestra vida. Lo que sí nos pide es que no desesperemos; que, en la lucha con las sombras de este mundo, las que lastran la sociedad y las que oprimen el corazón, no nos dejemos vencer por la desesperanza.

Y es que nuestra fe nace de la vida de Jesús que no engaña con promesas ficticias de soluciones inmediatas, y que hace de sus obras de vida y de su propia vida el signo de una plenitud escondida en Dios (“El hijo del hombre debe padecer mucho… pero resucitará”). Es así como da testimonio, resistiendo como luz en medio de las sombras, como amor en medio del odio, con confianza en medio de un dolor sin respuesta. Y es así como Dios encuentra una rendija por donde decirse en el mundo. En determinados momentos este trecho del camino seguramente será también el nuestro. Entonces nuestra pobreza, como la de Jesús, podrá hacerse testimonio de una presencia de vida que las tinieblas no pueden apagar.

Pintura: Bosque oscuro con luciérnagas.