DOMINGO XXVIII. CICLO A. (Is 5, 1-7; Sal 22, 1-6; Flp 4, 12-14.19-20; Mt 22, 1-14)
Esta boda que la parábola de hoy nos ofrece para discernir nuestra vida afirma que, después de que todo estaba preparado, el Señor mando a sus criados a llamar a todos a participar de ella. Podríamos recordar ese texto del Apocalipsis: “Bienaventurados los invitados a las bodas del Cordero” (19,9).
Y podríamos pensar toda la historia, desde la creación, a Dios preparando un espacio y un tiempo donde el Hijo nos abrazara hasta hacernos uno con él, en el que compartiera su propio ser con todos para alegría perpetua de la humanidad, vestida de novia eternamente, eternamente amada y así eternamente viva.
Toda la acción de Dios solo para preparar este encuentro donde el Hijo
diga a la humanidad y la humanidad le diga al Hijo: “Eres carne de mi carne y
hueso de mis huesos”, y se unan en una danza universal donde resuenen los
cantos de gloria de Dios sobre su obra.
Pero, después de estar todo preparado, de estar todo dado, hay algo en
nosotros que no quiere dejarse abrazar, hay algo de nosotros que echa de menos…
Qué echa de menos, ¿qué? No sabríamos decirlo, pero lo experimentamos. Como si
una fuerza oscura nos habitara alejándonos de la vida verdadera de continuo.
Y si hemos probado un poco del banquete de bodas, de ese amor que
alimenta la vida y la sacia, diremos pensando en nosotros y en toda la humanidad:
“Señor, ten piedad, no nos dejes en el infierno de nuestra propia miseria. ¿No
ves que somos torpes, que somos duros de corazón? Abrázanos más fuerte hasta
entre nosotros no haya nada más que amor”.
Pintura de Sharon Winter
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