DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Dn12, 1-3; Sal 15, 5-11; Heb 10, 11-14. 18; Mc 13, 24-32)
Nuestra fe tiene esto de paradójico. Cuando la vida fluye con naturalidad y apenas parecemos necesitar a Dios, porque sus dones coinciden con los bienes de la vida que vivimos tranquilamente, la fe camina con nosotros sin dificultad. Sin embargo, no sabemos muy bien si lo que tenemos es fe o simplemente una buena vida que toma la forma de la fe.
Por otro lado, cuando la vida se deforma y se
vuelve contra nosotros llevándonos al valle de las lágrimas, entonces, justo
cuando más lo necesitamos, la fe parece inútil y Dios un sueño bonito, pero
irreal. Sin embargo, es ahí, y esta es la paradoja, donde la fe puede abrirse a
su verdad pues se convierte en una relación real de confianza y entrega a Dios
sin apoyos.
Por decirlo con las palabras del evangelio: Es “en aquellos días de gran angustia, cuando el sol se oscurece, la luna no da su resplandor, las estrellas caen del cielo y los astros se tambalean”, cuando podemos reconocer al salvador, porque antes realmente creíamos no necesitarle de verdad. Y es ahí, en esa zona terrible de tinieblas, cuando parece que “todo en el cielo y la tierra pasa” y se desmorona cuando debemos luchar para entregarnos a la promesa de Dios: que su palabra no pasará. Y su palabra es la que nos ha llamado hijos cuando su Hijo nos llamó hermanos. Entonces, mirando a Cristo crucificado, quizá se nos regale el don de ver en él nuestro consuelo y esperar junto a él la resurrección prometida de la vida.
Terrible paradoja, pero es que, si el cristianismo es una buena noticia, viene envuelto en papel de cruz.
Pintura. No encuentro al autor de la pintura, pero me parece altamente sugerente. Así la interpreto: Cristo como fuego de vida abriendo camino para nosotros en medio de nuestras tinieblas.
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