REFLEXIÓN PARA DOMINGO II DE CUARESMA (Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18; Sal 115; Rom 8, 31b-34; Mc 9, 2-10)

El Señor ha sido claro: “El que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará”. Lo dice inmediatamente después de afirmar que sube a Jerusalén a vivir y anunciar el evangelio en medio de los poderes que tiranizan el mundo. Los discípulos están conmocionados. ¿No sería mejor establecer un reino independiente separado del poder de la muerte y de la influencia del mal? ¿No sería mejor volver a Galilea? Pero no existe algo así. El mundo está amasado con la levadura de la muerte y del mal. El sacrificio de Jesús no es otro que vivir el amor de Dios, su voluntad de vida para todos, en medio de las limitaciones de la vida y del desprecio con el que nos tratamos. Vivir el amor siempre, a pesar de todo, sin dejarse convencer por su aparente falta de eficacia en este mundo pasajero y egoísta. Su sacrificio entonces refleja la luz eterna del amor de Dios. Lo que contemplan los discípulos en el monte es una profecía de lo que vendrá: la manifestación resplandeciente del poder indestructibl...